Acomodé el palo de las selfis frente a mí y tomé mi primera autofoto con uno de los regalos navideños que me hicieron mi hermana y mi cuñado.
Fui a la galería del teléfono para revisarla y en automático apareció mi imagen pero de la Navidad de 2015. No sé cómo pero el celular me mostró ambas estampas con la leyenda “Antes y después”.
Esto hubiera perdido relevancia si no fuera porque la imagen del pasado la tomé mientras esperaba mi segunda cita con el psiquiatra.
Recuerdo que ese día acudí temprano y el consultorio aún estaba cerrado, así que me senté a esperar en el piso helado junto a un ventanal que ofrecía la vista de una parte del centro de la ciudad.
Recuerdo que ese día acudí temprano y el consultorio aún estaba cerrado, así que me senté a esperar en el piso helado junto a un ventanal que ofrecía la vista de una parte del centro de la ciudad.
Me parecía increíble llegar sola al consultorio, así que decidí capturar el momento. Esa foto del 2015 era de una Noemí triste, enojada, confundida, en una lucha interna sin respuestas, con angustia y mucho dolor.
Y es que un mes antes, un 23 de diciembre de 2015 –en vísperas de Navidad- había visitado, por primera vez al psiquiatra, acompañada de mis hermanas, con la ansiedad a flor de piel y descontrolando mi vida.
“Ataques de pánico con agorafobia”, me diagnosticó el doctor un día antes de nochebuena, entre guirnaldas que adornaban el hospital, luces de colores y villancicos que nunca pensé que llegaría a detestar como ese año.
A grandes rasgos, los ataques de pánico son un trastorno psicológico que se caracteriza por sentir miedo intenso a situaciones irracionales como a morir o volverse loco.
Todavía me cuesta trabajo explicarlo, pero las crisis estaban acompañadas de taquicardias, sudoración, hormigueo y una sensación de que algo me quemaba por dentro, me recorría la nuca y los brazos hasta la punta de los dedos; tenía muchas ganas de llorar y por su puesto: pánico.
Todavía me cuesta trabajo explicarlo, pero las crisis estaban acompañadas de taquicardias, sudoración, hormigueo y una sensación de que algo me quemaba por dentro, me recorría la nuca y los brazos hasta la punta de los dedos; tenía muchas ganas de llorar y por su puesto: pánico.
Las causas son diversas. En mi caso estuvo relacionado con reprimir emociones, estar sometida a situaciones de estrés y no canalizarlas adecuadamente, además de querer tener el control de todo.
Mis ataques además, se agudizaban con agorafobia, es decir, miedo a los espacios abiertos. Ir a un centro comercial y ver tumultos eran motivos suficientes para que se desencadenara un episodio de pánico. Tenía miedo a morir o enloquecer.
Desde hace algunos meses intenté escribir sobre este tema, porque confieso que después de que lo viví, algo me ocurrió internamente. No sabía cómo iniciar y la imagen de hoy me parece una buena señal para hacerlo.
En marzo de 2015 tuve mi primera crisis de ansiedad. Me ofrecieron un trabajo que implicaba cambiar de residencia a otro estado de la república, así que sin meditar el alcance e insegura de mi decisión, lo acepté. Ya había presentado mi renuncia y un día antes de tomar el autobús ocurrió. La crisis inició en medio de una de lo que pensaba era mi última junta en ese trabajo.
Abandoné el lugar porque sentí que me faltaba el aire, quería correr, no sabía a dónde pero lo único que tenía claro en ese momento de confusión era mi necesidad de huir.
Llamé por teléfono a mi hermana Miriam y le conté que no sabía qué me estaba pasando, Después de unos 20 minutos me regresó algo de calma, encendí el automóvil y me dirigí a casa de mis papás. Ese día acepté que no quería irme de la ciudad, ni cambiarme de empleo, lo hablé con mi jefe y mi vida continúo “normal”. La ansiedad aparentemente desapareció.
Meses después, en diciembre, volvió a ocurrir, pero ahora de una manera más intensa: manejaba y atorada en el tráfico del Malecón en viernes por la noche el pánico volvió a manifestarse. Tenía muchas ganas de huir pero ahora no podía hacerlo, los coches no se movían, ni para adelante ni para atrás. Era la ansiedad diciéndome: “Esta vez no tienes escapatoria ¿a dónde vas a huir?”. Pensé en bajarme del auto y salir corriendo, pero mi mamá, al percatarse de mi nerviosismo y angustia extrema empezó a rezar.
No sé cuánto tardamos ahí pero calculo unos 15 minutos. Yo también rezaba agitada, temblando y aterrorizada. En cuanto me fue posible me orillé, descendimos, y con el cuerpo entumido, mi mamá me tomó del brazo intentando llevarme a un consultorio en medio de una colonia desconocida. Recuerdo que salieron un par de señores de la casa donde me había estacionado y mi mamá les dijo que me sentía mal, me regalaron un vaso con agua. Fue un gesto de solidaridad que hoy agradezco.
A partir de ese día mis decisiones empezaron a girar en torno al miedo: dejé de manejar por temor a que me volviera a ocurrir manejando, abandoné temporalmente el departamento donde vivía y pedí asilo a mis papás por miedo a que me diera una crisis sola, no salía a la calle por la angustia a que me pasara en cualquier sitio.
Mi dinámica de vida cambió de un momento a otro. No quería salir a la calle, pero luego, estando en casa, donde pensaba que me sentía “segura”, no quería salir del cuarto porque creía que en ciertos espacios se aparecía una crisis más rápido e intensa que en otros.
De esta manera el miedo me acorraló y encerró en mí misma gradualmente. Lo veía como un monstruo que quería destruirme y aunque con el tiempo descubrí que no podía hacerme daño, sí estaba afectando mi calidad de vida, no disfrutaba.
Tenía pensamientos del tipo “me voy a morir”, “algo malo va a pasar”, “¡me estoy volviendo loca!”, “no sé si lo pueda soportar” “no me quiero morir”. No quería ir con el psiquiatra porque era confirmarme a mí misma que estaba enloqueciendo. Tenía miedo al miedo. Sentía que mi vida estaba fuera de control. Por miedo a morir no estaba viviendo.
“La mente, como el cuerpo se enferman y hay que atenderlas. Cuando tienes una gripa vas al doctor, esto es igual Mimí, necesitas una muleta”, me dijo mi hermana Miriam. Sus palabras fueron clave para aceptar buscar ayuda, así que concerté la cita con el psiquiatra dos días antes de Navidad.
“Esto tiene cura y no vuelve nunca” me advirtió el doctor Édgar después de haberme escuchado por casi una hora. Ese desahogo fue mi primera sensación de bienestar después de mucho tiempo. Me devolvió un poco de esperanza.
El tratamiento consistió en ansiolíticos en dosis bajas y controladas, me recetó ejercicios cerebrales que desde el primer día me funcionaron. Además, en una libreta, cada vez que presentaba una crisis, registraba con detalle todo lo que ocurría en mi cuerpo, sensaciones y pensamientos. Como por arte de magia, después de minutos de empezar a redactar, aquello desaparecía como un extinguidor.
Recuerdo que por primera vez en mi vida no quería salir en Nochebuena, no quería ver a nadie y las fiestas me retraían. Pero el medicamento y el hecho de estarme atendiendo, me aportaron también una pequeña cantidad de confianza. “Sólo es un ratito”, pensé, y así, poco a poco, fui recuperando mi cotidianidad.
Una semana después logré dormir sola en el departamento y volví a manejar. Cuando regresé al trabajo me sentía mejor. El psiquiatra me recordó que era necesario rescatar mis rutinas porque de lo contrario el cerebro sigue creyendo que “estás enfermo, que no puedes”, es confirmarle que todo lo que piensas es cierto… “te estás volviendo loco”.
Pero reconocer y aceptar que la ansiedad y el miedo se metieron en mi vida sin permiso me llevó más tiempo.
Conocí mis límites y un poco más allá. Experimenté las sensaciones más incómodas sin motivos aparentes y reconocí que estaba enojada, aterrorizada, triste y el miedo al que le andaba huyendo por años, ya no me dejó escapar: me sentía más sola que nunca.
Ahora puedo entender y reconocer que meses antes de aquél episodio en el coche, mi cuerpo ya me avisaba que algo no andaba bien. Hubo varias noches que desperté con taquicardia y mucha inquietud, mi cuerpo temblaba sin razón aparente, pero para calmarlo tomaba el celular, revisaba las redes sociales hasta que me quedaba dormida. No sabía que era un efecto resortera, echaba para atrás esas sensaciones, que más tarde salieron disparadas con una fuerza brutal que parecían aplastarme.
Comprendí que a lo que quería escapar no era el exterior, no era el coche, la multitud, ni el tráfico, sino a mí misma; y mientras no lo aceptara y trabajara me perseguiría a donde fuera y con quien fuera.
En resumen: tenía miedo a escucharme y el miedo se encargó de echármelo en cara. Junto con la ansiedad, se aliaron para emboscarme, pero ese 2015 pensé que se trataba de un “complot” contra mí, sin escapatoria.
Gradualmente entendí que el remedio a todo eso que andaba evitando era enfrentarlo. Literal hubo momentos en que dije: “Ok miedo, dale, llega, apodérate de mí, haz lo que quieras, aquí estoy”, y después de eso, nada malo pasó, al contrario, me di cuenta que como nada ocurría era una batalla ganada para mí y eso me permitió recuperarme a mí misma poco a poco.
Me parece increíble escribir esto, cuando en ese tiempo llegué a odiar mi presente. Aborrecía el miedo, la ansiedad, la angustia, el enojo y la tristeza en las que sentía que me hundía cada vez más profundo, pero también odiaba que hablaran de paz, de amor, armonía y felicidad. “Qué saben de eso si no han vivido lo que yo estoy pasando”, pensaba.
Irónicamente también sentía culpa por estar así, por creer que “tenía que sentirme bien” por tener “salud”, familia, amigos, trabajo y no valorarlo.
Era una licuadora de emociones que ni yo misma entendía.
Ahora sé que esas sensaciones eran parte de un mensaje amoroso de “ey, ¡escúchate, acéptate, ámate!"
El proceso de sanación ha sido lento. Aunque los ataques, efectivamente desaparecieron y no volvieron, pienso que he transitado por diferentes etapas. Hoy, a tres años, puedo decir que acepté que eso que viví es parte de mi historia, pero también son producto de tratarme con dureza y desamor.
Aprendí que el problema no son la ansiedad, el miedo, el enojo, la angustia ni la tristeza; que no hay emociones positivas o negativas. El problema es que me quería deshacer de ellas a como diera lugar. Quería tener una varita mágica para desaparecerlas de una vez por todas de mi vida.
También entendí que esas emociones no son una amenaza, sino que están ahí para protegerme y defenderme. Necesitaba que mi vida se saliera de control para volver a tomar las riendas, aceptando que hay cosas que no puedo cambiar y tratando de que lo que me ocurra sea producto de una decisión honesta conmigo misma, en la que antes que nada me respete.
Y en este trayecto también reconozco que sin la ayuda de Dios no hubiera salido adelante. Hubo un momento en medio de las crisis en que estaba tan enojada con Él por “dejarme sola” que no me alcanzaba la energía para pedirle ayuda. Pero en un momento de iluminación sólo atiné a decirle: Aquí estoy, con mi pequeñez, te la ofrezco, te la entrego, ayúdame. Y sé que intervino en este proceso, me abrazó con amor, se manifestó y sigue haciéndolo a través de mi familia, amigos, personas cercanas y en la vida misma.
Después de ese episodio, he conocido hombres y mujeres que han pasado lo mismo que yo. Descubrí que es más común de lo que parece y que hay muchos tabús y falsas creencias –como yo las tenía- sobre la salud mental, la cual también está subestimada.
Por esta misma razón, hay incomprensión y falta de empatía por estos padecimientos. Un “tranquilízate y cálmate” durante un periodo de crisis, causarán el efecto contrario con toda su fuerza, a quien lo está viviendo.
Pienso que sigo en proceso de sanación, pero me siento muy fortalecida internamente. En estos tres años enfrenté situaciones que creía imposibles en mi persona: mudarme a otra ciudad, cambiar varias veces de empleo y aventurarme a experiencias nuevas, a cambios que antes me paralizaban.
Pero no voy sola: mi familia y amigos más cercanos me acompañaron en una batalla que más bien reconozco como un camino a la paz. Dios ha sido la parte central, a todos ellos mi agradecimiento.
Hoy estoy convencida que lo que me pasó fue un regalo que ahora me permite disfrutar la vida de manera diferente. También puedo decirle a quienes han vivido o están transitando una situación similar, que aunque no lo parezca, van a estar bien, va a pasar y se transformará en un poder interior tremendo.
En esta foto del 2018 veo a una Noemí que también se enoja, se entristece, se confunde, se hace preguntas sin respuesta, también se angustia y siente dolor. Nada de eso ha cambiado. La diferencia es que hoy tampoco nada de eso me paraliza. Disfruto y aprecio mucho los momentos de gozo y alegría, pero también me intenseo, encabrito, despotrico, me enojo, me frustro y he tenido largas sesiones de lagrimoterapia conmigo misma y recostada en un diván.
Izq: Mimí 2015.
Derecha: Mimí 2018.
Pero también eso me hace sentir muy viva, me siento una Noemí más humana, más imperfecta, más real. Hoy, en esa foto, reconozco a una Noemí siendo Noemí y ese es uno de los mejores regalos de Navidad que pude haber recibido.
FIN
DATOS:
Psiquiatra Édgar Saldaña
Especialista en Psicoterapia
Consultorio 503, Torre B
Hospital Aranda de la Parra
Hospital Aranda de la Parra
(477) 7197100
Psicoanalista Ivón Farfán
4772525859
Psicoanalista Ivón Farfán
4772525859
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