En cinco
minutos, supe que Israel era un monumento a la cumbia.
Yo nunca
había bailado con alguien como él.
Bastaron dos
canciones para darme cuenta que ese hombre delgado, moreno, narizón y sudado era el
mejor bailarín con el que me he topado en mi vida.
Estaba en La
Dama de las Camelias, un bar peculiar de Guanajuato, al que me gusta ir no
sólo porque ahí la gente va a bailar, sino también porque es un sitio donde
encuentras personas de todo y para gustos versátiles.
Era el lugar
idóneo de la noche, pues a uno de mis amigos le acababan de romper el corazón,
así que liberar un poco de endorfinas sacudiendo el cuerpo no podía ser peor que el despecho.
Entramos con cerveza
“de cortesía” en mano, después de pagar 30 pesos en la entrada. Escaneamos el
sitio. No había mesas ni sillas disponibles, así que nos dispusimos a bailar.
“En este lugar bailas con gente con la que nunca saldrías a la calle”,
le dije a mi amigo, el del
corazón hecho trizas, y como le encantan los retos, volteó alrededor y eligió a
la primera señora que vio con esas características. No le importó que pareciera su tía.
Su arrojo me
causó una carcajada y cuando me disponía a seguir bailando me di la vuelta y me
topé con un hombre de unos 35 años que dijo llamarse Israel.
Foto: La fachada de La Dama de las Camelias. (Foto tomada de internet)
¿Quieres bailar?,
le contesté afirmativamente y me sonrió. Esa sonrisa le recorría casi de pómulo
a pómulo. No era una sonrisa bonita, pero sí parecía sincera.
Pero eso era lo
de menos, o al menos pasó a segundo plano cuando me tomó de la mano y llevó la
otra a mi cintura. Me dio un giro y ahí ocurrió algo así como una cosa
sobrenatural.
Incluso me
cuesta trabajo describirlo. Tenía un ritmo sabroso y un toque de seducción. Su
forma de bailar compensaba su físico, no era atractivo, pero se movía al compás
con mucha gracia.
Bailaba con un coqueteo adorable ,
y vaya que conservaba una distancia razonable de su cuerpo con el mío,
suficiente para sentirme cómoda. El “perreo” estaba a kilómetros de distancia
de parecerse a los pasos de Israel. Su cuerpo hablaba de forma elegantemente
guapachosa.
Me sentía tan
fascinada que ni si quiera recuerdo las canciones que bailamos. Sus movimientos
eran finos pero masculinos. Di varios giros guiados por su mano derecha, luego
me “dejó caer” sobre su brazo derecho.
“Mañana no te vas a poder levantar”,
le
dije con un poco de nerviosismo pues fácilmente yo pesaba unos 10 kilos más que él. Se rió y como un caballero en el baile, lo volvió a hacer respondiéndome
con un “Claro que no”. Esbocé una sonrisa.
Me contó que era
de la Ciudad de México, donde aprendió a moverse de ese modo porque acudía
a salones a bailar salsa.
Le dije que lo
hacía muy bien y contestó “tú también”. Además de estrella de la pista, amable, pensé.
(El interior de la Dama, donde el Israel rechina el piso de forma elegante)
Terminó la
canción y nos despedimos. Regresé con mis amigos y mientras descansaba, lo vi
bailando con una señora. Movía el brazo, las piernas, rodillas, la miraba a los
ojos y ella se veía igual de extasiada que seguramente me veía yo.
Bailaban “Caballo
viejo” muy cerca de la barra, mientras un grupo de seis hombres lo observaban congelados con vaso en mano.
“Quererse no tiene horario, ni fecha en el calendario, caballoooo”,
se oía y ellos se
desplazaban para la izquierda, luego a la derecha, Israel le pasó el brazo por
la nuca y ella dobló su cuerpo hacia atrás hasta que él sostuvo su cabeza y la
empujó hacia arriba de una forma impecable.
El resto de la
noche lo miré cómo sacaba a una chica y a otra, todas bailaban con él embelesadas.
No es que demerite
a mis antiguas parejas de pista, ni a
las venideras, pero difícilmente creo encontrar a un hombre que baile como
Israel. Nació para eso y lo transpira.
Me aventé unos pasitos con
algunos otros hombres más y aunque me divertí, aquel morenazo puso muy alta la
vara en los menesteres del zarandeo.
Nos fuimos de
ahí pasadas las 4 de la mañana. Mi amigo con su corazón roto, y los demás sudados
de tanto bailar, pero estoy segura que ninguno como yo, tan hechizado por el
encanto que me causó ese tal Israel.
FIN.
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