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9 MESES


Hace exactamente nueve meses, un nudo me recorría de la garganta al estómago. No, no estaba embarazada. Llegué a vivir a Guanajuato con una mezcla de emoción y miedo.

No sólo era un trabajo nuevo, era todo: la primera vez que me mudaba de ciudad, de departamento, personas nuevas, espacios totalmente ajenos, rutinas abismalmente distintas, sensaciones inéditas.

Los primeros tres meses me acompañó la incomodidad: no me sentía de aquí, pero cuando iba a León, tampoco me sentía de allá. (Y eso que me considero panza verde hasta las cachas).

Al principio mi perrita Nuni era mi fiel compañera: caminábamos por los callejones de San Cayetano donde viví los primeros meses, cerca del Jardín del Cantador donde tuvo su primer round con un perro (y yo con el dueño).

Explicándole a Nuni que era nuestro primer día en otra ciudad.


Por las tardes, cuando se podía, salía a correr por los famosos Pastitos, subiendo callejones empinados a los que nunca me pude acostumbrar. Sufría porque mi casa estaba en un lugar tan alto, que mis amigos bautizaron como “Mimilandia” y César mi compañero de la oficina lo llamó “la favela de San Cayetano”.

Pero esos malestares causados por el proceso de adaptación, los compensaba mi trabajo: hacía lo que me gustaba y empecé a aprender cosas nuevas y conocer otras personas.

Con parte del equipo perrón de trabajo.

Cubrí festivales culturales, recorrí las comunidades rurales de la Capital donde probé nopalitos, salsita de molcajete, queso, tortillas hechas a mano, mezcal… corroboré que la comida del campo es patrimonio de México, conocí al embajador de Canadá (y a su guapo asistente... ¡uff!), me acostumbré a ver turistas todos los días a todas horas (franceses, ¡lo mejor!)

Me enamoré del Museo de las Momias de Guanajuato y el panteón Santa Paula, sitio donde las encontraron. Descubrí el misterio que posee cada uno de sus cuerpos áridos y, contrario a quienes lo consideran casi una casa del terror, es un sitio que merece un respeto absoluto a la memoria de los antepasados capitalinos que están ahí.

Ese lugar me hizo pensar la forma en que la muerte te restrega el valor de la vida.

Me estremeció visitar lo que quedó de una casa que se derrumbó a la orilla de la cañada, y cuyos escombros y muebles se estamparon en el cauce de un río a unos 20 metros de profundidad.

Uno de los paisajes en la comunidad de Carbonera.

También me tomé fotos en el callejón más estrecho de la ciudad, estuve en un informe de gobierno, improvisamos un karaoke en una fiesta con desconocidos que luego se volvieron amigos, bailé, comí elotes asados y tortas de chile relleno, entrevisté personas, besé a un desconocido durante una sesión de fotos, descubrí nuevas aptitudes, desarrollé habilidades que no sabía que tenía, me apreté el cinturón, me volví a cambiar de casa, viví por primera vez con un amigo, salí a correr a las 6:30 a.m. en invierno, estudié la Biblia, conocí más a Cristo, me enamoré de una persona imposible, me di permiso de llorar cuando quería y cuando lo necesitaba, hablé sola, me reí sola, celebré sola y también me di permiso de sentir la tristeza que provoca la soledad y estar lejos de casa.

Captada en un día laboral por el lente de Lalo Balandrán.

Y por si fuera poco, estar debajo de un aguacero me impulsó a desempolvar mi blog y retomar una de las cosas que más me apasionan: escribir.

Hago este recuento porque hoy cierro un ciclo laboral que me trajo a esta encantadora ciudad. 

Me siento profundamente agradecida por lo que me sucedió este tiempo. A pesar de estar a escasos 40 kilómetros de mi tierra natal, considero que en Guanajuato he vivido cambios internos y externos de una manera diferente.

Uno de ellos es que, las transiciones siempre me han provocado ansiedad, miedo e incertidumbre, pero hasta ahora puedo reconocerlo y decirlo sin temor a lo que los demás puedan pensar de mí.  

Entrevistando a un grupo de niñas en El Encino.

Fueron nueve meses de trabajo duro, pero también de mucho aprendizaje, de alegrías, tristezas, frustraciones, malpasadas que también me ayudaron a crecer. Conocí personas valiosas y también encontré expresiones que aprendí a ignorar por salud mental.

Vivir aquí me ha hecho admirar a quienes deciden residir en otros países o en ciudades lejanas a su terruño, a cientos o miles de kilómetros de sus seres queridos, enfrentándose a nuevos idiomas, costumbres y dificultades. Mi profundo respeto.

Cuánto podemos obtener de aquello que nos causa miedo e incomodidad, de salir de nuestra zona de certeza, de enfrentar lo que creíamos que era imposible, en mi caso alejarme físicamente de mi familia.

Hoy cierro esta etapa para iniciar pronto un nuevo camino en el que daré lo mejor de mí. Gracias a todos los que hicieron posible este trayecto tan enriquecedor que sin duda ha marcado mi vida.

Y aunque ciertamente no fue un embarazo, como si se tratara de período de gestación, confío en que estos nueve meses fueron una preparación para dar luz y vida a nuevas experiencias de las que ya no puedo esperar más!


¡MUCHAS GRACIAS!
Desde el lente de Alex Ramblas.


Una tarde desde el lente de Gustavo Becerra.


Con parte de un equipo de lujo.




Una mañana cervantina con Lalo Balandrán.


En entrevista en el Mercado Hidalgo.


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