A un año de mi adicción
Hace un año cambié mi siesta vespertina por unos tenis. A finales de marzo
de 2014 desafié mi fuerza de voluntad (y la de gravedad) y empecé a correr. Eran
las seis de la tarde y me abrochaba las agujetas de unos tenis Nike azul con
gris que había comprado seis meses antes durante unas vacaciones, con la única
intención de usarlos alguno de esos días de paseo en los que habría que
caminar.
Cumplía dos meses intentando hacer una de tantas dietas para bajar de peso
con la que solo conseguía ponerme de malas y que al menos un día a la semana
que me comía una rebanada de pastel, aparecía al mismo tiempo una culpa
comparada a la de haber cometido un crimen.
Pero en esta ocasión además de bajar de peso, buscaba algo más, quería
sentirme bien. Un par de años antes intenté sin éxito hacerlo de manera
intermitente, fracasaba anteponiendo cualquier pretexto.
Ese día de marzo cumplía un mes de haber terminado una relación y con la
mente más fría, mi añejo temor a la soledad se empezaba a manifestar, me sentía
ansiosa y algo atormentada. Así que con una mezcla de escapatoria e instinto,
me puse a correr.
En un mes dejé sin culpa la dieta y conseguí correr 5 kilómetros sin
detenerme, que para mí significaban (y siguen significando) muchísimo. Me
inscribí a una carrera donde, para mi sorpresa, me encontré a mi jefe y a algunos
compañero del trabajo, quienes hoy son (además de mi papá que también corre) mis
“coachs” y ejemplos para no dejar la carrera.
Haciendo un recuento, a lo largo de este año, he corrido en condiciones que
antes no salía ni por emergencias a la calle: con el sol y el calor de las 4 de
la tarde en mayo, pero también con el frío de las 7 de la mañana de diciembre.
Con la amenaza de la lluvia y debajo de un sorpresivo aguacero en junio. Otras
tantas con la incertidumbre que da andar sola a las 9 de la noche en las calles
de mi colonia, pero también con la seguridad de correr acompañada de “colegas”
del running viendo el amanecer desde el norte de la ciudad o con mis amigos
utilizando uno de nuestros días de vacaciones en Cancún.
Recuerdo que mientras he corrido mi corazón se ha sobresaltado con sucesos
inesperados como el ladrido acosador de un Schnauzer que me perseguía por el
parque amenazando con morderme el chamorro. También tuve un encuentro con el dolor
y la pena el día que me caí en pleno camellón de un bulevar, ese suceso me dejó
una cicatriz en la rodilla derecha a la que aprendí a llamarle “medalla”.
La pared de mi cuarto se volvió tabla para registrar los kilómetros de la
semana y colección de números de las carreras en las que participé.
Conocí y reconocí a personas increíbles
que comparten esta forma de vida. Se han vuelto ejemplos de tenacidad como
Edmundo Meza, Armando Hernández, Toño Obregón, Óscar Pons, Martín Santillán,
Chucho Padilla... además de mujeres maratonistas que algún día me gustaría
conocer en persona como AraizCorre y Gabriela Traña.
A un año de distancia, también reconozco
con tristeza que algunas semanas me sentía mal y no corrí. Pero esos días me
sirvieron para recordarme lo horrible que se siente dejar de hacerlo y que
justamente la cura para eso es ponerse los tenis y moverse.
A más de 365 días de conocer las bondades
de este deporte me declaro adicta a la sensación que da terminar una sesión de
14 kilómetros un domingo en la mañana por las calles del Centro de mi
ciudad. La satisfacción de haber neutralizado el "imán" que se
convierte la cama los fines de semana o los días nublados. La alegría que
provoca que desconocidos te echen porras solo por solidaridad y apoyo moral
durante una carrera.
En un año pasé de cero a
10 kilómetros, para muchos pocos quizá, pero para mí son mucho considerando que
México es un país donde el fomento al deporte se limita a una hora de educación
física a la semana en la escuela y donde además hay escasa infraestructura que
te impulse a hacerlo.
Por eso creo que desarrollar
el hábito del ejercicio es una labor titánica y prácticamente autodidacta. A un
año entiendo ahora el orgullo con el que algunos conocidos presumen en sus
redes sociales sus carreras, 21 kilómetros y maratones a través de las
aplicaciones del teléfono. En este país es digno de reconocerlo.
Hoy agradezco como nunca
a Dios el regalo de la salud, las piernas y el motor que es el corazón. Sé que
aún me falta mucho por entrenar, kilómetros por recorrer, kilos por bajar, minutos, horas y
climas qué aguantar y disfrutar, pero me reconozco y felicito a mí misma por
cultivar esta necesidad de no volver a quitarme los tenis. Valoro como nunca mi salud emocional (por la que sigo trabajando) y mi reconciliación con el espejo. A un año de
distancia, ¡endorfinas, no se acaben nunca!
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